20.1.05

Autocrítica de la crítica

Este texto se publicó el pasado 6 de enero en un suplemento especial del diario Hoy de Badajoz con motivo del centenario de la muerte del poeta Gabriel y Galán.

Resulta fácil desconfiar de los escritores que desfamiliarizan la lengua escrita para reflejar el habla con una exactitud que supuestamente no permite la norma. Más aún cuando quienes así hablan responden a un personaje arquetípico, estableciendo unas fronteras socioculturales de claridad artificiosa y reduciendo la realidad a un paisaje con acento y figuras folclóricas en el que al lector actual (y no obstante extremeño) le cuesta lectura espeleológica encontrarse. A pesar de todo, bien valen los momentos más personales; versos en los que su sensibilidad social trasciende la caridad romántico-cristiana, composiciones largas en las que Galán explica nítidamente desde qué posiciones tejía sus paisajes con acento, o aquellos poemas en los que juega (sin impostar) a ser uno de sus buenos salvajes.


Ahora, a flagelarse
Podría comenzar con una crítica ansoniana de metáforas y adjetivación; hay alguna palabra muy cercana a otra de sonido similar. La estructura es endeble por sobrecarga: varias vías abiertas y apenas cerradas, probablemente, demasiada información para el espacio tan exiguo. Que conste que en la última parte aparentemente apologética había una intención irónica que no irradia como es debido hacia el lector. Por ejemplo, versos se refiere exactamente a eso, versos, líneas sueltas y no poemas completos, aunque, evidentemente, es muy difícil que a las alturas del siglo en que escribió GG (y aún ahora, la tradición pesa) pudiera trascender el concepto de caridad (impersonal, abstracta y general) porque éste está muy arraigado en la tradición judeo-cristana, que es la que sustituyó a la amicitias y la filía (empatía personal, concreta, focalizada) clásicas. Puesto que la mayoría de las instancias de arte, digamos, ejem, social, siguen la tradición de la caridad, independientemente de su filiación religiosa o no religiosa, este paso es virtualmente imposible. Por ejemplo, las composiciones que delatan su posición ideológica tienen como único valor exactamente ese, el manifiesto y poética de un hombre que, en una contradicción chirriante, pretende no estar haciendo ni manifiesto ni poesía. Por último ejemplo, el juego. El juego es la construcción de un mundo que funciona de forma distinta al real. El que juega, y esto es lo que caracteriza al juego frente a la locura, es consciente en todo momento de las normas que rigen el mundo. Por lo tanto, es imposible jugar sin impostar, sin aparentar, sin revelar las normas que lo rigen. Algo similar a lo que ocurre en el pacto narrativo.

Pero no es todo esto lo principal. Lo inquietante es el problema de fondo. La autocensura. La círitica sin crítica.
Tiene sus antecedentes, porque la Crítica, o la Autocrítca, durante sus años de (de)formación académica vivió sumergida en un mundo de crítica pura, desde las aspirinitas de los comentarios de texto escolares a la nueva crítica convenientemente estirilizada, el estructuralismo aséptico, las alucinaciones psicocríticas y los viajes astrales de la poética del imaginario, algún que otro subidón controlado de estética de la recepción, vacunas vía parenteral de deconstrucción y escarceos clandestinos (y por ello doblemente disfrutados) con la teoría feminista y la crítica cultural americana de inspiración foucaltiana. Todo ello a través de los excipientes adecuados, Poética y Retórica.
Un día abandona el medio ambiente líquido e ideal, se encuentra con el mundo y acaba vendiéndose. Sólo por puro vicio. Aprendió rápidamente todas las posturas necesarias para ejercer su oficio con cierta soltura que no delatara su condición virgen. Unas veces adoptaba la postura del ensayo lúcido y necesario, otras la de los personajes sólidos, la del al amparo de la tradición y otras tantas que casi da vergüenza recordar (y seguro están penadas en algún país decente). Una vez hasta le echaron un piropo, lo haces como una profesional. Aunque seguía cobrando como amateur.

Tuvo que abandonar la profesión, al principio con rabia, después con cierto alivio, y a pesar de toda su perversión y constancia en la lujuria. Lo peor son los malos hábitos que aún le quedan después de aquel aprendizaje semiforzado, las posturas que practicó para complacer y cuesta tanto corregir ahora, justo ahora que no es más que un nombrecito al lado de algún que otro nombre, y que, precisamente por ello, nadie va a reparar excesivamente en lo que diga o deje de decir. Ahora que se puede permitir el lujo impagable e impagado de adoptar la postura que quiera.