Yo estuve allí. En aquella época no escribía, sólo hacía esfuerzos por evitarlo. La únicas pruebas están inscritas con una llave en la pintura azul de un ascensor, o en un baño, o en una chimenea del tejado de la primera planta. ¿Ocho, nueve años?
Recuerdo nombres por finales de trayecto, La Corneuve, o por el tranvía, Bobigny, donde me hice una tarjeta de residencia que jamás llegué a recoger.
Me llamó la atención la oscuridad de los días, del asfalto y del marrón agrietado de las caras. En el centro del pueblo, comido por la banlieu, aún quedaban pisos bajos, plaza y catedral. El resto era una sucesión de edificios de 30 años con aspiración a premio de arquitectura. Ventanas redondas y barras de hierro de colores chillones.
Allí descubrí que había dos lados y que nosotros estábamos en el correcto, porque sabíamos leer, y hacíamos fotos y cortometrajes y collages, y nos escapábamos a los cafés de Ménilmontant. Yo, nosotros, sólo estabamos de paseo. Ni siquiera Éric, que estaba entre todos, porque no era ni europeo ni estrictamente blanco, y se camuflaba fácilmente entre la oscuridad y la falta de dinero, llegó nunca a caer del todo.
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