por la mañana oí a riezu entrar en casa arrastrando algo pesado. "Ya está, el cadáver troceado", pensé por contarme un chiste fácil y seguir durmiendo. Cuando coincidimos al mediodía, me dijo que había traído otra de sus legendarias adquisiciones de contenedor. Había dos alfombras redondas, bandejas de plástico azul, metros de pintor o carpintero, un bolso de rayas y un poncho blanco, sobres blancos sin usar y varios expedientes de una gestoría. Encontré la historia.
Ella se fue hace tiempo y olvidó algo de ropa, algo de trabajo atrasado, y no volvió a por nada: No era necesario. Siempre se puede comprar más ropa, buscar un trabajo mejor o al menos distinto. A él no le molestaban sus cosas. No era nostalgia ni esperanza ñoña. La ropa estaba al final de un altillo, y los muebles sólo son muebles y los compraron la primera vez que fueron juntos a ikea, que es cuando uno inaugura formalmente una pareja. Eran tan suyos como de ella y además ahora estaría comprando bandejas nuevas en cualquier ikea de España con cualquier otro. O sola. Aunque las mujeres solas no suelen van a ikea, les trae malos recuerdos.
Hasta que llega ella (otra ella). Y de repente le parece que esos muebles son de ella, que los olvidó a propósito para marcar su propiedad y él, que siempre fue tan tonto con ella, no se había dado cuenta hasta entonces, porque debería haberlos reocgido hace tanto y no ha vuelto a dar señales de vida. Antes de ella (otra ella) escriba su nombre en el buzón junto al suyo, lo tira todo. Ahora le parecen una broma, un insulto.
Otra historia en la basura. En cuanto volví a ver a riezu le conté mi historia,
lo que realmente había pasado.
"Estaba todo desperdigado y yo lo he ido recogiendo, nada más. Ni siquiera son del mismo contenedor".
Mi historia, al fin y al cabo, estaba hecha por casualidad. Como todas.